El loco de la 93.
Huir nunca fue la solución, lo sé. Pero debo reconocer que era la salida a la que tanto me aferraba en noches de eterna soledad. Lo siento, nunca fui demasiado listo para hacer las cosas bien, y aún me pesan todas esas batallas perdidas contra el viento.
Supongo que a veces el dolor es demasiado grande, y un par de lagrimas no son capaces de limpiar toda la pena que esconde nuestro corazón.
Supongo que a veces no fui capaz de ver ese vaso medio lleno, siempre fue un vaso medio vacío. Porque estaba demasiado ciego. Y por eso siempre lo derramaba, porque qué más da, si esta medio vacío. Ya nada podía llevarme al séptimo éxtasis de tus ojos.
Y no sé porque siempre me he condenado a mí mismo por tener un corazón débil, un corazón que siente el dolor de cada traición y no le quedan huecos para más cicatrices. Que ya no brotan del pecho rosas, sino espinas para protegerse.
Pero me equivocaba, nunca fue débil.
Fue el corazón que a pesar de todo el tormento de mis tormentas sigue latiendo con más fuerza que nunca. El mismo que cuando la razón dijo no, el creyó en esa estrella fugaz. Y sí, era fugaz. Pero era la jodida estrella por la que cualquier loco se hubiera tirado al mar por ella.
Era como aquel niño que nunca aprendió la lección, que a pesar de las tormentas, la lluvia nunca fue capaz de apagar su sonrisa.
Porque vamos a dejar de lado a esos corazones de hierro, que prometo que algún día se fundirán con la llama que arde del lado izquierdo de algún otro pecho. Y será entonces cuando comprenderán que los locos no eramos nosotros por creer, sino ellos por no haber creído nunca.
Porque qué sería de nosotros sin amor, y el amor sin nosotros.
Soy el reflejo de lo que un día fui, y nunca volveré a ser.
Soy esa tormenta de verano que a veces todos necesitamos.
También soy esa llama fría que calienta en una noche de invierno.
Ese puñado de emociones en forma de torbellino.
Por eso ahoguemos nuestros precipicios una vez más, en esta fría noche de invierno.
Supongo que a veces el dolor es demasiado grande, y un par de lagrimas no son capaces de limpiar toda la pena que esconde nuestro corazón.
Supongo que a veces no fui capaz de ver ese vaso medio lleno, siempre fue un vaso medio vacío. Porque estaba demasiado ciego. Y por eso siempre lo derramaba, porque qué más da, si esta medio vacío. Ya nada podía llevarme al séptimo éxtasis de tus ojos.
Y no sé porque siempre me he condenado a mí mismo por tener un corazón débil, un corazón que siente el dolor de cada traición y no le quedan huecos para más cicatrices. Que ya no brotan del pecho rosas, sino espinas para protegerse.
Pero me equivocaba, nunca fue débil.
Fue el corazón que a pesar de todo el tormento de mis tormentas sigue latiendo con más fuerza que nunca. El mismo que cuando la razón dijo no, el creyó en esa estrella fugaz. Y sí, era fugaz. Pero era la jodida estrella por la que cualquier loco se hubiera tirado al mar por ella.
Era como aquel niño que nunca aprendió la lección, que a pesar de las tormentas, la lluvia nunca fue capaz de apagar su sonrisa.
Porque vamos a dejar de lado a esos corazones de hierro, que prometo que algún día se fundirán con la llama que arde del lado izquierdo de algún otro pecho. Y será entonces cuando comprenderán que los locos no eramos nosotros por creer, sino ellos por no haber creído nunca.
Porque qué sería de nosotros sin amor, y el amor sin nosotros.
Soy el reflejo de lo que un día fui, y nunca volveré a ser.
Soy esa tormenta de verano que a veces todos necesitamos.
También soy esa llama fría que calienta en una noche de invierno.
Ese puñado de emociones en forma de torbellino.
Por eso ahoguemos nuestros precipicios una vez más, en esta fría noche de invierno.
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